Un día en 1972 en Woodmen Valley, un lugar lleno de bosques y tierras de cultivo entre empinadas colinas y mesetas en Colorado, EE.UU., una pareja sale de su casa por la puerta que da al patio trasero.
Donald, de 27 años, con ojos profundos, la cabeza afeitada y el comienzo de una barba desaliñada, va con su adorada hermana Mary, de 7 años, cabello rubio y nariz de botón.
La escena es idílica: el patio huele a pino dulce, fresco y terroso, los pájaros vuelan sobre el jardín de rocas mientras la mascota de la familia, un azor llamado Atholl, hace guardia.
Aunque su hermano es mayor, es Mary la que lo va llevando hacia la cima de una colina, pues tiene un plan: quemarlo en la hoguera como hacen con los herejes en las películas que ve su mamá.
Le había propuesto que hicieran un columpio en la rama de un árbol, para lo que necesitaban una cuerda, pero una vez escogieron uno de los pinos más altos, le dice a Donald que lo que quiere es atarlo al árbol; él accede sin problema, ella trae leña y la deja caer a sus pies descalzos.
Con su hermana Margaret le habían pedido que las ayudara a relatar lo que les pasó y a averiguar qué pasó con todo eso que pasó.
Le habían abierto la puerta al mundo de una familia que, por un tiempo, fue el retrato perfecto del sueño americano de posguerra, nada menos que con un veterano de la Segunda Guerra Mundial a la cabeza y una madre que horneaba pasteles y confeccionaba la ropa para sus 10 apuestos hijos y 2 hermosas niñas.
Pero nada era lo que aparentaba, ni siquiera esa historia de Mary.
No era Mary
Donald no era un hermano común y corriente.
Nada en la vida de Mary lo era.
Donald la veneraba porque estaba convencido de que era María, la sagrada Virgen y madre de Cristo, y él, alguien a quien San Ignacio le había conferido un título en “ejercicio espiritual y teología”.
Se la pasaba recitando a viva voz el credo de los Apóstoles y el Padre Nuestro, y una letanía que llamaba la Sagrada Orden de los sacerdotes: “D.O.M., Benedictino, Jesuita, la Orden del Sagrado Corazón, la Concepción Inmaculada, María Inmaculada, Orden de sacerdotes oblatos…”, día y noche, sin cesar.
En sus mejores días, se ponía una sábana de color marrón rojizo al estilo de un monje, completando a veces el atuendo con un arco y una flecha de plástico, y salía a caminar durante horas, deteniéndose a veces en lugares en los que pretendían no conocerlo o le pedían que se retirara.
Otros días, permanecía desnudo, sentado en la sala de la casa, en silencio.
A veces, Mary regresaba de la escuela y lo encontraba ocupado en tareas que solo él podía entender, como sacar todos los muebles de la casa o verter sal en el acuario y envenenar a todos los peces.
Su madre, entretanto, se comportaba como si todo fuera normal, así hubiera tenido que llamar a la policía por estallidos de violencia.
Mientras los demás hermanos hallaban excusas para estar lejos de Donald, Mary, la más pequeña, a menudo no tenía más opción que estar con él.
Y, a pesar de su corta edad, sabía que no podía llorar o quejarse: su hermano mayor no era el único con comportamientos extraños y sus padres observaban a todos sus hijos, pendientes de cualquier indicio preocupante.
Fue en medio de esa pesadilla sin despertar que a la chiquilla de 7 años se le ocurrió el plan para deshacerse de su hermano.
Era un grito ahogado de desesperación.
No iba realmente a llevar a cabo la locura de de quemar vivo a Donald. Ella no era como los demás, y se lo demostraría a sus padres y a sí misma.
No era ella la que sufría el mal de familia, pero no podía escapar de su sombra.
1, 2, 3, 4, 5, 6
Eso (y más) nos lo cuenta Kolker solo en el prólogo de su aclamado libro “Los chicos de Hidden Valley Road: En la mente de una familia americana”, el resultado de horas de conversaciones con los miembros de la familia Galvin e investigación sobre los estudios que les realizaron.
Porque los Galvin eran un caso único de “la enfermedad más desconcertante de la humanidad”: la esquizofrenia.
Además de Donald (1945), el primer y más conspicuo caso, otros cinco hermanos Galvin sufrieron de ese trastorno cerebral que abarca una amplia variedad de síntomas de maneras completamente diferentes.
James (1947-2001), el segundo hijo, que peleaba brutalmente con Donald y pasó a victimizar a los miembros más indefensos de su familia, especialmente a las niñas, Mary y Margaret.
Matthew (1958), un talentoso ceramista que, cuando no estaba convencido de que era Paul McCartney, creía que sus estados de ánimo controlaban el clima.
Joseph (1956-2009), el más apacible de los hermanos enfermos, escuchaba voces de épocas y lugares diferentes.
Peter (1960), el niño rebelde, era maníaco y violento y durante años rechazó toda ayuda.
Y Brian (1951-1973), la estrella de rock de la familia, que mantuvo sus miedos más profundos en secreto, y en un estallido inescrutable de violencia cambió todas sus vidas para siempre.
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