“Velamos por la profesión médica, por su ejercicio ético en condiciones laborales dignas y justas y por
la salud de los colombianos”.

Artículo 3º. Estatutos. Capítulo I

Órgano asesor y consultivo del Estado en materia de salud pública desde 1935 (Ley 67 de 1935 y Ley 23 de 1981).

Medicamentos, mercado y dilemas en la práctica clínica contemporánea

Ana María Soleibe, Presidenta de la Federación Médica Colombiana | Septiembre 30 de 2025

Foto tomada de DMD WarrioR

La crisis provocada por la COVID-19 puso en evidencia los mecanismos de poder de la industria farmacéutica en su expresión más descarnada. Con la vida de millones de personas en juego, las compañías que desarrollaron las primeras vacunas acapararon las dosis iniciales para venderlas a los países con mayor poder adquisitivo, relegando a las naciones de ingresos bajos y medios a largas esperas y a la muerte.

Lejos de impulsar la liberación de patentes para garantizar una producción global y equitativa, estas compañías, apoyadas por los gobiernos de los países donde tenían sus sedes, bloquearon activamente propuestas en foros internacionales, como la Organización Mundial del Comercio, que buscaban suspender temporalmente los derechos de propiedad intelectual. (El gobierno colombiano de entonces se alineó inicialmente con esta postura, oponiéndose al waiver.) Este bloqueo condenó a millones de personas a no tener acceso oportuno a vacunas, prolongando de manera innecesaria el sufrimiento y la mortalidad en vastas regiones del planeta, una realidad denunciada en 2021 por investigadores en The Lancet.

La pandemia demostró así que, en la lógica corporativa, el medicamento y la vacuna dejaron de concebirse como bienes públicos y globales y reafirmaron su carácter de mercancía sometida a las leyes de mercado.

La industria farmacéutica es, sin duda, uno de los sectores más influyentes de la medicina contemporánea. Sus aportes en innovación terapéutica han transformado la expectativa de vida y la calidad de la atención en salud; sin embargo, diversos autores han cuestionado la manera en que estas compañías ejercen su poder. Entre ellos, Marcia Angell, médica y exdirectora del New England Journal of Medicine, se ha consolidado como una de las voces más críticas, en su obra The Truth About the Drug Companies: How They Deceive Us and What to Do About It, de 2004, sostiene que el modelo de negocio de las farmacéuticas se basa menos en investigación genuina y más en estrategias de mercadeo que incluyen la inversión directa en médicos, la manipulación de la educación médica continuada y la fijación de precios excesivos.

Las compañías destinan cada año miles de millones de dólares a actividades que vinculan directamente a los médicos. Según Angell, estas inversiones, lejos de ser gastos académicos o altruistas, constituyen una sofisticada estrategia de mercado. En 2020, las farmacéuticas en Estados Unidos entregaron a los médicos pagos monetarios y en especie por un valor de 2.000 millones de dólares, que incluyeron cenas, obsequios, gastos de viaje, congresos y honorarios por conferencias que presentan como “apoyo a la práctica médica”, cuando en realidad su propósito es influir en las decisiones de prescripción, como se asocia en el texto del 2017 “Sociological Perspectives on the Influence of the Pharmaceutical Industry on Medical Practice” de Julia King y Peter Bearman, investigadores de la industria farmacéutica en la prescripción médica.

Estudios empíricos corroboran esta afirmación. En una revisión publicada en JAMA, Physicians and the pharmaceutical industry: Is a gift ever just a gift?, el MD. Ashley Wazana mostró que incluso interacciones aparentemente triviales, como recibir material de oficina con el logo de un laboratorio, incrementan la probabilidad de que un médico prescriba medicamentos de esa compañía.

Este fenómeno plantea un dilema ético profundo, ya que los médicos, cuyo compromiso debería ser exclusivamente con sus pacientes, terminan, muchas veces de manera inconsciente, actuando como vehículos de la publicidad corporativa.

Uno de los aportes centrales de Angell es una denuncia sobre el costo excesivo de los medicamentos, particularmente en Estados Unidos, donde los precios son mucho más altos que en otros países de la OCDE. La autora resalta la paradoja de que gran parte de la investigación básica proviene de fondos públicos, universidades y centros de investigación financiados por contribuyentes, pero los resultados son privatizados por la industria y revendidos a precios exorbitantes.

La justificación habitual de las compañías —según la cual los precios elevados se explican por los altos costos de investigación y desarrollo— resulta engañosa. Diversos estudios muestran que la mayor parte del presupuesto de las farmacéuticas se destina al mercadeo y al lobby político, más que a la innovación científica (Ver Demythologizing the high costs of pharmaceutical research). Así, el precio final de los medicamentos refleja menos el esfuerzo de investigación y más las estrategias de posicionamiento y de influencia sobre legisladores y profesionales de la salud.

El caso del Ataluren resulta paradigmático. Este medicamento, aprobado en Europa para la distrofia muscular de Duchenne causada por mutaciones del gen DMD del cromosoma X, se encuentra disponible en Colombia con un precio elevado. En julio de 2022, un sobre de Ataluren de 250 mg costaba aproximadamente $1.034.397 COP y uno de 125 mg costaba $517.199 COP. En 2024, según estimados de ADRES, el costo promedio anual de tratamiento por paciente puede alcanzar los 2.000 millones de pesos colombianos. Sin embargo, la evidencia clínica que respalda su eficacia es limitada y ha sido objeto de amplio debate en la comunidad científica.

Ensayos clínicos han mostrado resultados dispares respecto a la magnitud del beneficio terapéutico, particularmente en la ralentización de la pérdida de la deambulación en pacientes pediátricos. Estos hallazgos llevaron a que la Food and Drug Administration (FDA) se negara a otorgar la aprobación regulatoria, argumentando que los datos disponibles no cumplen con los estándares de eficacia requeridos.

Pese a ello, la comercialización del Ataluren en países como Colombia continúa ejerciendo una fuerte presión sobre el sistema de salud, no solo por el alto costo que representa, sino también por el dilema ético y técnico de destinar recursos significativos a un tratamiento cuya efectividad clínica sigue siendo cuestionada. Este escenario refleja con claridad cómo las decisiones regulatorias y de fijación de precios pueden entrar en tensión con los principios de equidad, sostenibilidad y evidencia científica.

Este ejemplo muestra la encrucijada de los sistemas de salud: financiar un fármaco de costo astronómico con beneficios marginales o negarlo y enfrentar demandas legales y presión social. El ataluren refleja, con claridad, que su precio no corresponde únicamente a los costos de investigación y desarrollo, sino a una estrategia deliberada de maximización de beneficios en nichos de mercado con alta carga emocional, como las enfermedades pediátricas.

La educación médica continuada (EMC) fue concebida como un mecanismo para que los profesionales de la salud mantuvieran actualizados sus conocimientos en un campo en constante evolución. Sin embargo, una parte significativa de esta formación se encuentra bajo la influencia de la industria farmacéutica, lo cual introduce sesgos estructurales.

Angell advierte que congresos, talleres y seminarios patrocinados por laboratorios suelen centrarse en los medicamentos de marca de los patrocinadores, invisibilizando alternativas costo-efectivas como los medicamentos genéricos y minimizando los efectos adversos. En Financial Support of Continuing Medical Education el MD. Robert Steinbrook coincide en que estas prácticas erosionan la independencia académica, convirtiendo la EMC en un vehículo de mercadeo más que en un espacio de actualización científica.

El caso del ataluren es ilustrativo: además de su promoción en la literatura científica, se ha impulsado mediante actividades de “sensibilización” organizadas por asociaciones de pacientes y profesionales apoyados por la industria. Bajo el discurso de la visibilización de enfermedades raras, se fomenta su inclusión en programas públicos, diluyendo la discusión crítica sobre su efectividad en narrativas emocionales que favorecen su adopción.

La evidencia muestra que el poder de la industria farmacéutica no se limita a la producción de medicamentos: abarca desde la fijación de precios hasta la formación de los médicos, la definición de agendas regulatorias y la presión sobre los sistemas de salud. Casos como el de las vacunas contra la COVID-19 y el ataluren evidencian que, en la lógica corporativa, la vida humana se subordina a los intereses financieros. Esta captura del conocimiento, de las instituciones y de la práctica clínica constituye un recordatorio de que la salud global está profundamente condicionada por un modelo económico que convierte el sufrimiento en oportunidad de negocio. Resistir este poder no es solo un asunto técnico o financiero, sino una tarea ética y política imprescindible para garantizar que la medicina recupere su esencia, centrada en el bienestar y en la dignidad humana, y no en la rentabilidad corporativa.